Los libros electrónicos deben aumentar nuestra libertad, no disminuirla
por Richard StallmanMe encanta el libro The Jehovah Contract (El contrato de Jehová) y quisiera que le gustara a todo el mundo. A lo largo de los años, lo he prestado como mínimo seis veces. Con los libros impresos podemos hacerlo.
Con la mayoría de libros electrónicos comerciales no podría hacerlo. «No está permitido». Y si intentara desobedecer, sencillamente no lo conseguiría, pues el software de los libros electrónicos contiene funcionalidades maliciosas llamadas «Gestión digital de restricciones» (DRM) para restringir la lectura. Los libros electrónicos están encriptados de modo que solo pueden visualizarse con software privativo que contiene funcionalidades maliciosas.
Hay muchas otras cosas a las que los lectores estamos acostumbrados y que en los libros electrónicos «no están permitidas». Por poner un ejemplo, con el «Kindle» de Amazon (para el cual «Swindle» es un nombre más apropiado[1]), los usuarios no pueden comprar un libro anónimamente pagando en efectivo. Los libros para el «Kindle» suelen estar disponibles solo a través de Amazon, que requiere a los usuarios que se identifiquen. Así pues, Amazon sabe exactamente qué libros ha leído cada usuario. En un país como Gran Bretaña, donde uno puede ser demandado por poseer un libro prohibido, esto es más que hipotéticamente orwelliano.
Es más, el libro electrónico no puede venderse una vez leído (si Amazon se sale con la suya, las tiendas de libros usados donde he pasado muchas horas por las tardes, quedarán en el olvido). Tampoco se puede regalar a un amigo porque, según Amazon, el libro nunca es realmente nuestro. Amazon obliga a los usuarios a firmar un contrato de licencia de usuario final (EULA) que así lo estipula.
Ni siquiera se puede estar seguro de que mañana el libro seguirá estando disponible en el dispositivo. La gente que leía 1984 en el «Kindle» tuvo una experiencia orwelliana cuando el libro electrónico desapareció ante sus narices, puesto que Amazon utilizó una funcionalidad de software maliciosa llamada «puerta trasera» para eliminarlos de forma remota (quema de libros virtual, ¿es eso lo que «Kindle» significa?[2]). Pero no hay por qué preocuparse, Amazon ha prometido no volver a hacerlo, excepto por orden del Estado.
En lo que se refiere al software, o bien los usuarios tienen el control del programa (lo que hace que ese software sea libre) o bien el programa controla a los usuarios (no es libre). Los criterios que aplica Amazon para la distribución de libros electrónicos se inspiran en aquellos que rigen la distribución de software que no es libre, aunque esa no es la única similitud entre ambos. Las funcionalidades maliciosas del software antes descritas se imponen a los usuarios mediante software que no es libre. Si un programa libre tuviera funcionalidades maliciosas de ese tipo, algunos usuarios expertos en programación las eliminarían y facilitarían la versión correcta al resto de usuarios. Los usuarios no pueden cambiar el software que no es libre, lo que lo convierte en un instrumento ideal para ejercer el poder sobre el público.
Cualquiera de estas usurpaciones de nuestra libertad es razón suficiente para decir no. Si tales prácticas se limitaran a Amazon podríamos evitarlas, pero los criterios de los demás distribuidores de libros electrónicos son más o menos similares.
Lo que más me preocupa es la perspectiva de perder la opción de escoger libros impresos. The Guardian ha anunciado que habrá «lecturas solo en formato digital». En otras palabras, libros disponibles únicamente al precio de nuestra libertad. No leeré ningún libro a ese precio. Dentro de cinco años, ¿serán las copias no autorizadas de la mayoría de los libros las únicas éticamente aceptables?
No tiene por qué ser así. Si pudiéramos efectuar pagos anónimos por Internet, al pagar por descargar libros electrónicos sin DRM o EULA se respetaría nuestra libertad. Las tiendas físicas podrían vender tales libros electrónicos a cambio de efectivo, así como venden música digital en CD, que aún está disponible, si bien la industria discográfica está impulsando intensamente servicios restrictivos con DRM tales como Spotify. A las tiendas de CD físicos les resulta costoso tener que disponer de cierta cantidad de existencias, pero las tiendas físicas de libros electrónicos podrían grabar copias en las memorias extraíbles USB de los clientes, sin más existencias que algunas para vender por si alguien las necesitara.
Dicen que es por el bien de los autores, pero incluso si efectivamente sirviera a los intereses de los autores (que podría ser el caso con autores famosos) eso no justificaría el DRM, los EULA o la Ley de Economía Digital (Digital Economy Act), que persigue a los lectores por compartir copias. En la práctica, el sistema de copyright no cumple con el cometido de apoyar a los autores, a excepción de los más famosos. El principal interés del resto de los autores es darse a conocer, por lo que compartir sus obras representa un beneficio tanto para ellos como para los lectores. ¿Por qué no cambiar a un sistema que cumpla mejor con su cometido y que sea compatible con la práctica de compartir?
Un impuesto sobre las memorias extraíbles USB y la conexión a Internet, similar a grandes rasgos a los que tienen la mayoría de los países de la Unión Europea, podría funcionar bien si se respetan tres puntos: el dinero debe ser recaudado por el Estado y distribuido según estipulen las leyes, tarea que no debe delegarse en ninguna entidad privada; el dinero debe repartirse entre todos los autores, sin permitir que las empresas les sustraigan ninguna cantidad; la distribución del dinero debe basarse en una escala gradual, no en proporción lineal en función de la popularidad. Yo sugiero utilizar la raíz cúbica de la popularidad de cada autor: si A es ocho veces más popular que B, A recibe el doble que B, no ocho veces más de lo que recibe B. De este modo se prestaría el apoyo adecuado a muchos autores de cierto éxito, en lugar de hacer aún más ricas a unas pocas estrellas.
Otro sistema consiste en dotar a cada libro electrónico de un botón para enviar al autor una pequeña suma (quizás 25 peniques en el caso del Reino Unido).
Compartir es bueno, y con la tecnología digital compartir es fácil. Me refiero a la redistribución no comercial de copias exactas. Así, compartir debería ser legal, y evitar que la gente comparta no es una excusa válida para convertir los libros electrónicos en grilletes para los lectores. Si los libros electrónicos han de representar un incremento o una disminución de la libertad de los lectores, lo que debemos pedir es que esta aumente.
Este artículo se publicó inicialmente el 17 de abril de 2012 en The Guardian bajo el título «Technology Should Help Us Share, Not Constrain Us», con cambios que no habían sido acordados. En esta versión se presenta el texto original con algunos de esos cambios.
Únase a nuestra lista de distribución sobre los peligros de los libros electrónicos.